La primera luz del amanecer veteaba la noche de rosa y del verde más pálido. Stefan la observó desde la ventana de su habitación en la casa de huéspedes. Había alquilado aquella habitación específicamente debido a la trampilla del techo, una trampilla que daba a la plataforma de observación del tejado situado encima. En aquel momento, la trampilla estaba abierta, y un viento fresco y húmedo descendía por la escalera situada debajo. Stefan estaba totalmente vestido, pero no porque hubiera madrugado. No se había acostado.
Acababa de regresar del bosque y llevaba algunos restos de hojas húmedas pegados a un lado de la bota. Los retiró meticulosamente. Los comentarios de los estudiantes del día anterior no le habían pasado por alto y sabía que se habían fijado en sus ropas. Siempre se había vestido con lo mejor, no sólo por vanidad, sino porque era lo correcto. Su tutor lo había dicho a menudo: «Un aristócrata debería vestir como corresponde a su posición. Si no lo hace, muestra desprecio por los demás».
¿Por qué se dedicaba a pensar en aquellas cosas? Claro, debería haber comprendido que hacer el papel de un estudiante era probable que le recordara sus propios días como alumno. En aquellos momentos, los recuerdos le llegaban copiosamente, como si ojeara las páginas de un diario, los ojos capturando una anotación aquí y allí. Una apareció fugazmente ante él: el rostro de su padre cuando Damon había anunciado que abandonaba la universidad. Jamás olvidaría eso. Jamás había visto a su padre tan enojado...
—¿Qué quieres decir con que no vas a volver? —Giuseppe era por lo general un hombre justo, pero tenía mal genio, y su hijo mayor hacia aflorar la violencia que había en él.
Justo en aquel momento, ese hijo se tocaba ligeramente los labios con un pañuelo de seda color azafrán.
—Había pensado que incluso tú podrías entender una frase tan simple, padre. ¿Deseas que te la repita en latín?
—Damon... —empezó Stefan con severidad, consternado ante aquella falta de respeto.
Pero su padre le interrumpió.
—¿Me estás diciendo que yo, Giuseppe, Conté di Salvatore, tendré que presentarme ante mis amigos sabiendo que mi hijo es un scioparto? ¿Un bueno para nada? ¿Un haragán que no aporta ninguna contribución útil a Florencia?
Los criados se iban alejando lentamente a medida que Giuseppe se encolerizaba más.
Damon ni siquiera pestañeó.
—Aparentemente. Si puedes llamar amigos a esos que te lisonjean con la esperanza de que les prestes dinero.
—Sporco parassito! —gritó Giuseppe, levantándose de su silla—. ¿No es ya bastante malo que cuando estás en la escuela despilfarres tu tiempo y mi dinero? Ah, sí, lo sé todo sobre el juego, las justas y las mujeres. Y sé que de no ser por tu secretario y tus tutores suspenderías todos los cursos. Pero ahora tienes la intención de deshonrarme totalmente. ¿Y por qué? ¿Por qué? —Su enorme mano se alzó veloz para agarrar la barbilla de Damon—. ¿Para poder regresar a tus cacerías y tu cetrería?
Stefan tuvo que hacerle justicia a su hermano; Damon ni siquiera se echó atrás. Se mantuvo firme, casi repantigado en la mano de su padre que lo sujetaba, un aristócrata de pies a cabeza, desde la gorra elegantemente sencilla sobre la oscura cabeza pasando por la capa ribeteada de armiño hasta llegar a los suaves zapatos de cuero. Su labio superior estaba curvado en un gesto de absoluta arrogancia.
«Has ido demasiado lejos esta vez —pensó Stefan, observando a los dos hombres, que se miraban fijamente a los ojos—. Ni siquiera tú serás capaz de salir de ésta usando tus encantos.»
Pero justo entonces sonaron unos pasos suaves en la entrada del estudio. Stefan volvió la cabeza y se quedó encandilado con unos ojos de color lapislázuli enmarcados por largas pestañas doradas. Era Katherine. Su padre, el barón Von Swartzschild, la había traído desde las frías tierras de los príncipes alemanes a la campiña italiana, con la esperanza de que esto ayudaría a que se recuperara de una larga enfermedad. Y desde el día de su llegada, todo había cambiado para Stefan.
—Os pido disculpas. No era mi intención molestar.
Su voz era suave y nítida. Efectuó un leve gesto como para marcharse.
—No, no te vayas. Quédate —se apresuró a decir Stefan.
Quiso decir más, tomarle la mano..., pero no se atrevió. No con su padre presente. Todo lo que pudo hacer fue mirar fijamente aquellos ojos azules, como gemas, alzados hacia él.
—Sí, quedaos —dijo Giuseppe, y Stefan vio que la expresión furiosa de su padre se había aclarado y que había soltado a Damon.
El noble se adelantó, alisando los gruesos pliegues de la larga toga ribeteada en piel.
—Vuestro padre debería estar de regreso de sus negocios en la ciudad hoy, y le encantará veros. Pero vuestras mejillas están pálidas, pequeña Katherine. Espero que no volváis a estar enferma.
—Ya sabéis que siempre estoy pálida, señor. No utilizo colorete como vuestras atrevidas muchachas italianas.
—No lo necesitas —dijo Stefan sin poder contenerse, y ella le sonrió.
Era tan hermosa... El muchacho sintió un dolor en el pecho.
—Y os veo demasiado poco durante el día —siguió su padre—. Casi nunca nos concedéis el placer de vuestra compañía antes del crepúsculo.
—Llevo a cabo mis estudios y mis devociones en mis propios aposentos, señor —respondió Katherine en voz queda, bajando las pestañas.
Stefan sabía que no era cierto, pero no dijo nada; jamás traicionaría el secreto de Katherine. La muchacha volvió a alzar los ojos hacia el padre de Stefan.
—Pero ahora estoy aquí, señor.
—Sí, sí, eso es cierto. Y debo ocuparme de que esta noche tengamos una comida muy especial para celebrar el regreso de vuestro padre. Damon..., hablaremos más tarde.
Mientras Giuseppe hacía una seña a un sirviente y marchaba con paso decidido, Stefan se volvió hacia Katherine con deleite. Casi nunca podían conversar sin la presencia de su padre o de Gudren, la imperturbable doncella alemana de la joven.
Pero lo que Stefan vio fue como un puñetazo en el estómago, Katherine sonreía..., aquella leve sonrisa reservada que tan a menudo había compartido con él. Pero no le miraba a él. Miraba a Damon.
Stefan odió a su hermano en aquel momento, odió la belleza morena y la gracia y la sensualidad de Damon, que atraían a las mujeres hacia él como polillas a una llama. Quiso en ese momento golpear a Damon, hacer pedazos aquella belleza. Pero tuvo que permanecer allí y contemplar cómo Katherine avanzaba despacio hacia su hermano, paso a paso, con su vestido de brocado dorado susurrando sobre el suelo de baldosas.
Y mientras él observaba, Damon extendió una mano hacia Katherine y sonrió con la cruel sonrisa del triunfo...
Stefan se apartó de la ventana rápidamente.
¿Por qué volvía a abrir viejas heridas? Pero, incluso mientras lo pensaba, sacó la delgada cadena de oro que llevaba bajo la camisa. Su pulgar y su índice acariciaron el anillo que colgaba de ella y luego lo alzó hacia la luz.
El pequeño aro estaba exquisitamente labrado en oro, y cinco siglos no habían amortiguado su lustre. Llevaba engarzada una única piedra, un lapislázuli del tamaño de la uña de su meñique. Stefan lo contempló, luego miró el grueso anillo de plata, también con un lapislázuli engarzado, de su propia mano. En el pecho sintió una opresión familiar.
No podía olvidar el pasado y en realidad no deseaba hacerlo. Pese a todo lo que había sucedido, atesoraba el recuerdo de Katherine. Pero había un recuerdo que realmente no debía perturbar, una página del diario que no debía volver. Si tenía que revivir aquel horror, aquella... abominación, se volvería loco. Como había enloquecido aquel día, aquel último día, cuando había contemplado su propia condenación...
Se apoyó en la ventana, con la frente presionada sobre su frescor. Su tutor también le había dicho: «El mal jamás encontrará la paz. Puede que triunfe, pero jamás encontrará la paz».
¿Por qué había tenido que venir a Fell's Church?
Había esperado hallar la paz aquí, pero eso era imposible. Jamás le aceptarían, jamás descansaría. Porque era malvado. No podía cambiar lo que era.
Elena se levantó más temprano de lo habitual esa mañana y oyó a tía Judith trasteando en su habitación, preparándose para tomar su ducha. Margaret dormía aún profundamente, enroscada igual que un ratoncito en su cama. Elena pasó ante la puerta entreabierta de su hermana menor sin hacer ruido y continuó por el pasillo hasta abandonar la casa.
El aire era fresco y limpio esa mañana; el membrillo estaba habitado únicamente por los acostumbrados arrendajos y gorriones. Elena, que se había acostado con un terrible dolor de cabeza, alzó el rostro hacia el limpio cielo azul y respiró profundamente.
Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido el día anterior. Había prometido encontrarse con Matt antes del instituto y, aunque no le hacía mucha ilusión, estaba segura de que todo iría bien.
Matt vivía a sólo dos calles del instituto. Era una sencilla casa de madera, como todas las demás en aquella calle, excepto que quizá el columpio del porche estaba un poco más deslucido y la pintura un poco más desconchada. Matt estaba ya en el
exterior, y por un momento el corazón de la muchacha se aceleró ante la familiar visión.
Realmente era apuesto. De eso no había duda. No del modo deslumbrante, casi perturbador, de... alguna persona, sino de un saludable modo americano. Matt Honeycutt era típicamente americano. Llevaba el pelo rubio muy corto por la temporada de rugby y tenía la piel bronceada debido al trabajo al aire libre en la granja de sus abuelos. Sus ojos azules eran honestos y francos. Y justo hoy, mientras extendía los brazos para abrazarla con suavidad, estaban algo tristes.
—¿Quieres entrar?
—No. Limitémonos a andar —dijo Elena.
Caminaron uno junto al otro sin tocarse. Arces y nogales negros bordeaban aquella calle, y el aire tenía aún una quietud matutina. Elena contempló sus pies sobre la húmeda acera, sintiéndose repentinamente indecisa. Después de todo, seguía sin saber cómo empezar.
—No me has hablado de Francia —dijo él.
—Ah, fue fenomenal —respondió Elena, y le miró de soslayo; también él miraba la acera—. Todo resultó fenomenal —continuó, intentando dar un poco de entusiasmo a su voz—. La gente, la comida, todo. Realmente fue... —Su voz se apagó, y lanzó una carcajada nerviosa.
—Sí, ya sé. Fenomenal —terminó él por ella.
Matt se detuvo y se quedó mirando al suelo, a sus arañadas zapatillas de tenis. Elena vio que eran las del año anterior. La familia de Matt apenas conseguía ir tirando; a lo mejor no había podido permitirse unas nuevas. La joven alzó la vista y se encontró aquellos resueltos ojos azules fijos en su rostro.
—¿Sabes?, tienes un aspecto de lo más fenomenal justo ahora —dijo él.
Elena abrió la boca con consternación, pero él volvía a hablar ya.
—E imagino que tienes algo que decirme.
Elena le miró de hito en hito, y él sonrió, con una sonrisa torcida y pesarosa. Luego volvió a tenderle los brazos.
—Matt —dijo ella, abrazándole con fuerza; luego se apartó para mirarle a la cara—. Matt, eres el chico más gentil que he conocido nunca. No te merezco.
—Ah, entonces por eso me plantas —dijo él mientras volvían a andar—. Porque soy demasiado bueno para ti. Debería haberme dado cuenta antes.
Ella le dio un puñetazo en el brazo.
—No, no es por eso, y tampoco te estoy plantando. Seremos amigos, ¿de acuerdo?
—Desde luego. Por supuesto.
—Porque eso es lo que he comprendido que somos. —Se detuvo, volviendo a alzar la mirada hacia él—. Buenos amigos. Sé honrado ahora, Matt, ¿no es eso lo que realmente sientes por mí?
Él la miró y luego alzó los ojos al cielo.
—¿Puedo acogerme a la Quinta Enmienda respecto a eso? —dijo y al ver que Elena ponía cara larga, añadió—: no tiene nada que ver con ese chico nuevo, ¿verdad?
—No —respondió ella tras una vacilación, y luego añadió con rapidez—, ni siquiera le conozco aún. No sé quién es.
—Pero quieres conocerle. No, no lo digas. —La rodeó con un brazo y la hizo girar con suavidad—. Vamos, vayamos hacia el instituto. Si tenemos tiempo, incluso te compraré una rosquilla.
Mientras andaban, algo se agitó violentamente en el nogal sobre sus cabezas. Matt lanzó un silbido y señaló con el dedo.
—¡Mira eso! Es el cuervo más grande que he visto nunca.
Elena miró, pero ya había desaparecido.
Aquel día, el instituto fue sólo el lugar adecuado para que Elena repasara su plan.
Por la mañana había despertado sabiendo qué hacer. Y durante el día reunió toda la información que pudo a propósito de Stefan Salvatore. Lo que no fue difícil, porque todo el mundo en el Robert E. Lee hablaba de él.
Todo el mundo sabía que había tenido alguna especie de roce con la secretaria de admisiones el día anterior. Y hoy lo habían llevado al despacho del director. Algo relacionado con sus papeles. Pero el director lo había enviado de vuelta al aula (tras, se rumoreaba, una llamada de larga distancia a Roma... ¿o era Washington?), y todo parecía arreglado ya. Oficialmente, al menos.
Cuando Elena llegó a su clase de Historia Europea aquella tarde, la saludó un suave silbido en el pasillo. Dick Cárter y Tyler Smallwood remoloneaban por allí. Una pareja de imbéciles de primera, se dijo, haciendo caso omiso del silbido y las miradas fijas. Pensaban que ser pateador y defensa en el equipo de rugby de la escuela los convertía en unos tipos sensacionales. Mantuvo un ojo puesto en ellos mientras también ella remoloneaba por el pasillo, dándose una nueva capa de pintalabios y jugueteando con la polvera. Había dado a Bonnie instrucciones especiales, y el plan estaba listo para ponerlo en práctica en cuanto Stefan apareciera. El espejo de la polvera le proporcionaba una visión fenomenal del pasillo a su espalda.
Con todo, de algún modo no le vio llegar. Apareció a su lado de improviso, y ella cerró la polvera de golpe mientras él pasaba. Su intención era detenerlo, pero algo sucedió antes de que pudiera hacerlo. Stefan se puso tenso... o, al menos, algo hubo en él que le hizo adoptar una actitud cautelosa de improviso. Justo entonces, Dick y Tyler se colocaron frente a la puerta del aula de historia, impidiendo el paso.
Imbéciles de talla mundial, se dijo Elena. Echando chispas, los miró iracunda por encima del hombro de Stefan.
Disfrutaban con el jueguecito, repantigados en la entrada mientras fingían estar totalmente ciegos a la presencia de Stefan allí de pie.
—Excusad.
Era el mismo tono de voz que había usado con el profesor de historia. Sosegado, distante.
Dick y Tyler se miraron el uno al otro, luego a su alrededor, como si oyeran voces fantasmales.
—¿Escuuzi? —dijo Tyler con voz de falsete—. ¿Escuuzi a mí? ¿A mí escuuzi? ¿Jacuzzi?
Los dos rieron.
Elena vio cómo los músculos se tensaban bajo la camiseta que tenía delante. Aquello era totalmente injusto; los dos eran más altos que Stefan y las espaldas de Tyler eran casi el doble de anchas.
—¿Sucede algo?
Elena se sobresaltó tanto como los dos muchachos ante la nueva voz a su espalda. Dio media vuelta y se encontró con Matt. Sus ojos azules tenían una mirada dura.
Elena se mordió los labios para contener una sonrisa mientras Tyler y Dick se apartaban despacio, con resentimiento. El bueno de Matt, se dijo. Pero ahora el bueno de Matt entraba en el aula acompañando a Stefan, y ella se tenía que resignar con seguirlos, observando la parte posterior de dos camisetas. Cuando se sentaron, se deslizó en el pupitre situado detrás de Stefan, desde donde podía observarle sin que la viera. Su plan tendría que esperar hasta que finalizara la clase.
Matt hacía sonar monedas en su bolsillo, lo que significaba que quería decir algo.
—Eh, oye —empezó por fin, incómodo—. Esos chicos, ya sabes...
Stefan rió. Fue un sonido amargo.
—¿Quién soy yo para juzgar?
Había más emoción en su voz de la que Elena había oído antes, incluso cuando había hablado al señor Tanner. Y aquella emoción era infelicidad total.
—De todos modos, ¿por qué tendría que ser bienvenido aquí? —finalizó, casi para sí mismo.
—¿Por qué no deberías serlo? —Matt había estado mirando fijamente a Stefan, y en ese momento su mandíbula se irguió con determinación—. Oye —dijo—, ayer hablaste sobre rugby. Bien, nuestro mejor receptor abierto se ha roto un ligamento, y necesitamos un sustituto. Las pruebas son esta tarde. ¿Qué te parece?
—¿Yo? —Stefan pareció verse cogido por sorpresa—. Ah... No sé si podría.
—¿Sabes correr?
—¿Correr...?
Stefan se medio giró hacia Matt, y Elena vio cómo un leve atisbo de sonrisa curvaba sus labios.
—Sí.
—Eso es todo lo que un receptor abierto tiene que hacer. Yo soy el quarterback. Si puedes atrapar lo que yo tire y correr con ello, puedes jugar.
—Entiendo.
Lo cierto era que Stefan casi sonreía, y aunque la boca de Matt tenía una expresión seria, sus ojos azules estaban risueños. Sorprendida de sí misma, Elena advirtió que estaba celosa. Había una cordialidad entre los dos muchachos que la excluía completamente.
Pero al siguiente instante, la sonrisa de Stefan desapareció y éste dijo en tono vago:
—Gracias..., pero no. Tengo otros compromisos.
En ese momento, Bonnie y Caroline llegaron y empezó la clase.
Durante toda la lección de Tanner sobre Europa, Elena no dejó de repetirse: «Hola, me llamo Elena Gilbert. Estoy en el comité de bienvenida del último curso y me han designado para que te muestre el instituto. ¿Seguramente no querrás ponerme en un aprieto, verdad, no dejando que haga mi trabajo?». Eso último con ojos muy abiertos y melancólicos..., pero sólo si daba la impresión de que él intentara escabullirse. Era virtualmente infalible. Seguro que no podía resistirse a una dama en apuros.
Cuando iban por la mitad de la clase, la chica sentada a su derecha le pasó una nota. Elena la abrió y reconoció la letra redonda e infantil de Bonnie. Decía: «He mantenido a C. alejada todo el tiempo que pude. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha funcionado?».
Elena alzó la vista y vio a Bonnie vuelta hacia atrás en su asiento de la primera fila. Elena señaló la nota y negó con la cabeza, articulando con los labios: «Después de clase».
Pareció que transcurría un siglo antes de que Tanner diera las últimas instrucciones sobre exposiciones orales y los despidiera. Entonces todo el mundo se levantó de golpe. «Ahí vamos», pensó Elena, y con el corazón latiéndole con fuerza,
se colocó directamente en el camino de Stefan, impidiéndole el paso por el pasillo de modo que no pudiera rodearla.
Justo igual que Dick y Tyler, se dijo, sintiendo un irresistible impulso de reír como una tonta. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos justo a la altura de la boca del muchacho.
Su mente se quedó en blanco. ¿Qué era lo que se suponía que debía decir? Abrió la boca y de algún modo las palabras que había estado ensayando brotaron atropelladamente.
—Hola, soy Elena Gilbert, y estoy en el comité de bienvenida del último curso y me han designado para...
—Lo siento; no tengo tiempo.
Por un momento no pudo creer que él estuviera hablando, que no fuera a darle siquiera la oportunidad de terminar. Su boca siguió pronunciando el discurso.
—... que te muestre el instituto...
—Lo siento. No puedo. Tengo que... tengo que ir a las pruebas de rugby. —Stefan volvió la cabeza hacia Matt, que se mantenía al margen con expresión atónita—. Dijiste que eran justo después del instituto, ¿verdad?
—Sí —dijo éste lentamente—, pero...
—Entonces será mejor que me ponga en marcha. Tal vez podrías mostrarme el camino.
Matt miró a Elena con expresión de impotencia y luego se encogió de hombros.
—Bueno..., claro. Vamos.
Echó un vistazo atrás mientras se iban. Stefan, no.
Elena se encontró paseando la mirada por un círculo de observadores, incluida Caroline, que le dedicaba una clara sonrisita de suficiencia. La muchacha sintió un aturdimiento en todo el cuerpo y una sensación de ahogo en la garganta. No podía soportar seguir allí ni un segundo más. Dio la vuelta y abandonó el pasillo tan aprisa como pudo.
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